Hasta siempre, querida Ana

Ana María Moix

Vos  y yo nos conocimos a fines de 1972, cuando huyendo de la despiadada represión política de mi país, Uruguay, recalé en Barcelona.

Aunque, con propiedad, yo te conocía de antes: te había leído en la célebre antología de los ‘Novísimos’, de tu gran y querido amigo José María Castellet, que compré en una librería de exiliados españoles en Montevideo. Allí te descubrí, como una revelación: eras la más ‘sesentayochista’ de todos, y la única mujer.


AÑO 2014 MEDIO: DIARIO EL MUNDO / OPINIÓN 02/03/2014


En vos el espíritu del 68 se te notaba en la expresión de la cara, melancólica y algo irónica, en el amor por el cine europeo, en el lirismo ensoñador y en el desprecio por una realidad vulgar, gris, anodina.

Goethe, en sus ‘Afinidades electivas’, lo había escrito: más allá de primitivos nacionalismos tribales, las personas se unen por los valores que defienden, por su manera de vivir este misterio de la vida y de la muerte. Parecía -y no me equivoqué- que hasta cierto punto, éramos afines: jóvenes, rebeldes, idealistas, poetas, narradoras, y tiernas, líricas, soñadoras. También nos unía una predisposición innata a las dependencias, sea de los paraísos artificiales -el alcohol, el cigarrillo, el juego- sea de los subjetivos: el amor idealizado, el amor a la ‘princesse lointaine’ de los trovadores. Tú tenías tu princesa lejana a quien conocí casi al mismo tiempo que a ti, aunque en el sentido estricto, estuviera muy cerca, muy cerca, pero en cuanto al amor, las distancias son irrelevantes: se puede estar muy cerca de quien está lejos y muy lejos de aquella con quien convivimos.

Tú no me habías leído, aunque yo ya había publicado cinco libros: ustedes eran la madre patria; nosotros, los hijos advenedizos, los colonizados. Pero bastó que nos conociéramos para sentirnos hermanas, gemelas.

La primera vez que nos citamos fue en la única cafetería-librería de Barcelona en Gala Placida. Tú te emborrachaste bebiendo ginebra y contándome la historia de un amor desesperado, y yo bebí innumerables tazas de café contándote otro amor desesperado: por mi país, que se destruía y nos destruía con la amenaza de un golpe militar. Posiblemente no lo recordarías, demasiado borracha, pero yo no lo olvidé nunca: aquel encuentro inimaginable, años antes se había producido en circunstancias que parecían adversas pero nosotras podríamos considerar, con el paso del tiempo, como un encuentro fructífero, maravilloso, lleno de cariño y de estímulo. Yo ya lo estaba escribiendo para la historia, aunque vos, en esa etapa, escribías poco. Eras la niña mimada de la ‘gauche divine’, aunque nunca estuve muy segura de que eso fuera bueno para ti. En cambio, yo era una de las personas más perseguidas por la dictadura de mi país, lo cual tampoco era bueno para mí, pero en otro sentido: me obligaba a luchar por algo más que por la espuria fama literaria o los amores desdichados.

De ese encuentro en Gala Placidia nació un largo poema de más de 500 versos titulado ‘Correspondencias con Ana María Moix’ que publiqué en un libro de vanguardia, ‘Palabra de escándalo’, no sin antes pedirte autorización. Te tiraba el anzuelo para una identificación que a mí me parecía muy especular, pero no lo recogiste. Siempre esperé que lo contestaras. Pero una vez me dijiste que te intimidaba, que vos no eras capaz de escribir con ese grado de intimidad ni de conciencia histórica. Y yo lo acepté con desencanto: el espejo se negaba a reflejar. Eso no impidió que durante muchos años fuéramos íntimas amigas, confidentes, que nos admiráramos mutuamente y por diferentes motivos. Y que coincidiéramos siempre en la sonrisa irónica pero tierna. No conocí nunca a nadie en Barcelona cuya bondad y generosidad fueran tan manifiestas. Tímida, inteligente, generosa, era imposible que negaras un favor a nadie, aunque fueran esos favores literarios que terminan por convertir la literatura en una cofradía.

Y después, estuvo tu hermano. Amabas a Terenci como una hermana y como una madre, y lo protegiste cuando él hizo poco por protegerse a sí mismo.

Podrías haber escrito mucho más de lo que escribiste, pero tus elecciones personales fueron otras, y aunque esto a veces me decepcionó, lo comprendí: la literatura es efímera, solo los vanidosos pueden abandonar lo humano por ella. También lo comprendieron las personas que más te quisieron, entre ellas, Rosa Sender, que siempre estuvo a tu lado.

La ‘gauche divine’ siguió siendo divine, pero vos sabías que lo divine acaba siendo humano, muy humano. Murieron tus amigos más entrañables: Gil de Biedma, Carlos Barral, tu hermano, Esther Tusquets. La última vez que nos vimos me dijiste con un extraordinario pudor que estabas tocada, pero que no me preocupara, que era poca cosa. Yo recordé la época en que nos reuníamos como jurado del premio ‘Femenino Singular’, de Lumen, y al decir de Esther Tusquets, nunca hubo un jurado tan insobornable: Nora Catelli, vos, yo, Ana María Matute y posiblemente me dejo a alguien en el tintero, perdón, las lágrimas me nublan la memoria. Escribo bajo la emoción de saber que ya no nos encontraremos en tu casa de la calle Enric Granados para que me pongas al tanto del estado de tu perra (que me pegó una garrapata que casi me llevó a la muerte) y de los nuevos poetas que difícilmente publican sus versos y a quien vos siempre acogiste en la hermosa colección de Plaza y Janés.

Estabas tocada, pero era poca cosa. Yo también estaba tocada y también dije que era poca cosa: me había caído y me había roto tres vértebras y el brazo izquierdo, no podía caminar ni moverme. Como a ambas nos gusta mucho el juego, me propusiste una apuesta: quién se recupera primero. La acepté a regañadientes, con la muerte no se juega, es algo que los buenos jugadores siempre saben. Pero vos y yo no éramos buenas jugadoras, éramos jugadoras dependientes, o sea, perdedoras.

Barcelona ha cambiado muchísimo desde que nos conocimos y a las dos nos dolía este nacionalismo torpe, que la ciudad se haya convertido en una gigantesca tienda, pero teníamos el mar cerca, vos tenías Cadaqués, yo, Colón, al fondo de las Ramblas.

No voy a hablar sobre tu obra. Eso lo dejo para mis colegas que puedan en este momento hacer otra cosa diferente, Ana María, a decirte: hasta siempre, hermana.

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