Be Cult
entrevistas realizada por Reina Roffé
11 setiembre 2021
La publicación, a principios de los ‘70, del libro de relatos Los museos abandonados en España, significó para Cristina Peri Rossi un acto de reafirmación en la tierra de su exilio. Sin embargo, es en la década del sesenta cuando este volumen se publica por primera vez y aparecen otros, como el que lleva por título Viviendo (1963). Desde entonces hasta ahora su producción ha sido incesante. Sus poemas, cuentos y novelas llaman la atención de críticos y lectores no solo por la variedad de técnicas con las que esta autora trabaja, sino por los contenidos transgresores que presentan. Entre sus poemarios, destacan Descripción de un naufragio (1975), Lingüística general (1979) y Babel Bárbara (1991). Algunas de sus novelas y libros de cuentos son: La rebelión de los niños (1980), La nave de los locos (1984), Solitario de amor (1988), Desastres íntimos (1997) y El amor es una droga dura (1999).
¿Me podría contar brevemente qué acontecimientos la llevaron al exilio?
Me exilié en España, a fines del año 1972, pocos meses antes del golpe militar en Uruguay. Habían intentado destituirme de mi cátedra de profesora; desde el gran ventanal de mi casa había visto, de madrugada, cómo arrojaban sospechosos bultos envueltos en arpillera al Río de la Plata y mi mejor alumna, a quien protegía en mi casa, fue secuestrada al salir del portal, y no “apareció” hasta años después, en un campo de concentración. Este secuestro determinó mi decisión de exiliarme. Pero lo hice contra mi deseo, y en medio de un inmenso dolor. El país atravesaba sus peores momentos y el golpe militar se olía en el aire. Periodistas, alumnos, profesores eran secuestrados, y el periódico donde yo colaboraba fue clausurado. Tuve que embarcarme (el barco era italiano, se llamaba Giulio Cesare y lo evoqué en mi novela La nave de los locos) sin poder ver a mi familia, ni llevarme más que la ropa que vestía y unas pocas cosas. Dejé mi apartamento, mis tres mil libros, mis doscientos discos, todos mis recuerdos. Para alguien tan fetichista como yo, la pérdida de los objetos es la pérdida de los afectos, la pérdida del deseo. En medio de esta tragedia, una nota de alegría posterior: mi alumna apareció, finalmente, exiliada en Suecia. La había rescatado el embajador. Se ha convertido en una excelente animadora cultural en Estocolmo, dirige el suplemento cultural del principal periódico sueco y es una especialista en autopistas de la información.
Una vez en Europa, ¿cómo vivió la experiencia de la transterración?
El barco tenía como destino Génova, pero mi billete terminaba en Barcelona, de modo que llegué al puerto catalán una clara mañana de octubre de 1972, con diez dólares en el bolsillo y un dolor horrible en todas las vísceras del cuerpo y en las “telas del corazón”, como se dice en el libro fundacional de la literatura española, el Poema del Cid, la historia de otro desterrado. El exilio ha sido la experiencia más dolorosa de mi vida y también la más enriquecedora. Con el dolor podemos hacer dos cosas: convertirlo en odio, en rencor, o elaborarlo, sublimarlo y convertirlo en crecimiento, poesía, literatura, fraternidad, solidaridad con las víctimas. Este fue mi camino.
Sospecho que alguna vez le habrán preguntado por qué se exilió en un país con un régimen fascista, huyendo precisamente del fascismo
En efecto, pero la pregunta es ociosa, porque el exiliado no puede elegir adónde va. “Lo van” adonde sus amigos pueden. Lo importante es sacarlo del país, después se verá. Y se vio: en una ciudad resistente al franquismo, como Barcelona, lo primero que se me ocurrió fue formar un comité de solidaridad con la oposición uruguaya a la dictadura. Organicé actos clandestinos, difundí información, establecí los primeros contactos para hermanar ambas resistencias… y tuve que volver a exiliarme, esta vez en París, en el año 1974, cuando el gobierno militar uruguayo me retiró la nacionalidad y la Policía de Extranjería, de España, me conminó a abandonar el país so pena de devolverme a Uruguay. Mi segundo exilio duró menos de seis meses. Rocambolescamente, conseguí la nacionalidad española, y regresé a Barcelona.
¿De qué manera estos viajes involuntarios se filtraron en su obra, la que escribió en España, y qué diferencias encuentra con la anterior, la elaborada en su país de origen?
Desde el punto de vista de la escritura, el exilio es temido como una posibilidad de castración, de esterilidad. Se han perdido los referentes, se ha perdido la identidad, se ha perdido la relación con los lectores habituales, se han perdido los espejos que sirven para identificarnos o para diferenciarnos y se ha perdido la lengua, aunque al tratarse de España, esta pérdida fuera muchísimo menor. Yo comencé con un acto de reafirmación: publiqué, en editorial Lumen, Los museos abandonados, mi segundo libro. No era el último que había publicado en Uruguay, pero sí el único que podía pasar la censura franquista, por tratarse de una alegoría. Fue como poner los pies en esta otra tierra, la del exilio. Como plantar un árbol en Barcelona. A partir de ahí, podía crecer, cuando había reestablecido, de manera simbólica, mis lazos con mi vida anterior, con mi pasado. Enseguida publiqué Descripción de un naufragio, otra alegoría, ésta en verso. Había traído el original en la maleta. Es la relación lírica de un fracaso. El fracaso de un proyecto histórico, enlazado al fracaso de un amor. Historia colectiva e individual al mismo tiempo. Creo que es uno de mis libros más importantes, donde el placer y el dolor se mezclan en un mito eternamente renovado. Entre mis cinco libros publicados en Uruguay y los casi veinte escritos y editados en España yo observo una continuidad, una reflexión en permanente desarrollo, compleja, ambivalente y contrapuntística.
Cada libro suyo recoge diferentes registros, como si respondieran a distintas voces.
Me han señalado esto en varias oportunidades. Por ejemplo, por qué después de haber publicado una novela como La nave de los locos, novela acerca del destino de una generación, novela coral, alegórica y ética, pasé a una novela lírica, intensamente erótica y subjetiva: Solitario de amor, la descripción del delirio amoroso. Bien, en la pregunta está la respuesta. Porque ya había escrito La nave de los locos, que es como es, pude escribir Solitario de amor, que es como es. “No hablo con mi voz/ hablo con mis voces”, decía Alejandra Pizarnik. Mi voz me contesta, me responde, me interpela. Es mi espejo y, a la vez, mi interlocutora. Me corrige, me sugiere y, a veces, me repudia. Y una vez que escribí y publiqué Solitario de amor, la voz (una de mis voces) me dijo: “Ahora que has escrito el delirio psicótico del amor, ¿por qué no escribes el lirismo del amor, su ensoñación?”, y entonces escribí Babel bárbara, uno de mis mejores libros de poesía. Pero no era suficiente. La voz exigió: “Ahora, ordena en un ensayo las reflexiones sobre el erotismo. Revisa las manifestaciones gráficas y literarias del erotismo en Occidente”. De ahí salió Fantasías eróticas, el único ensayo que he publicado hasta ahora.
Babel bárbara es un volumen curiosamente unitario para ser un libro de poemas, porque cada poema tiene que ver con el que sigue y, a la vez, resulta polivalente. Usted presenta alegorías de sentido múltiple desarrollando así varios temas en el libro. ¿La confesión, digamos, de lengua, es el fundamento principal que enlaza un poema con otro?
La alegoría es mi instrumento literario preferido. Tiene una larga tradición, en cualquier cultura, porque es una manera de estructurar y las estructuras nos alivian de la angustia del caos, del desorden, aunque pueden provocar otra angustia diferente: el temor a no poder abandonarlas, a no poder salir de ellas. En mi caso, y desde el punto de vista literario, la alegoría hace evidente el contenido literal y el oculto, es decir, el mensaje latente. La primera vez que usé la alegoría fue en Los museos abandonados, cuya primera edición es de 1968, y Babel bárbara es de 1991. Y Descripción de un naufragio, de 1975, emplea la misma técnica: un poema es la continuación del otro, lo contesta, lo ensancha, lo contradice, lo multiplica, de modo que, si bien cada poema puede ser leído de manera aislada, sólo alcanza su completa y compleja significación si es leído con relación al que le precede y al que le sigue.
En su otro libro de poemas, Descripción de un naufragio, usted narra un naufragio político y un naufragio sentimental, nuevamente el símbolo múltiple. Son poemas que pueden leerse como una novela. Si está de acuerdo, ¿cree que es posible hoy en día narrar y contar historias a través de la poesía?
Los poemas épicos, fundadores de la literatura en Occidente, eran relatos en verso. También la poesía puede relatar como la prosa. La Odisea, La Ilíada, el Poema del Cid son relatos en verso. La novela es un género muy posterior y, lamentablemente, casi siempre carece de poesía. Eso no es de extrañar, porque también hay muchos versos sin poesía. En mi obra, hay libros de poemas que relatan una historia múltiple y hay libros de poemas puramente líricos, no narrativos, como Otra vez Eros, Aquella noche o Inmovilidad de los barcos.
¿Europa después de la lluvia es su libro más lírico y melancólico?
En Europa después de la lluvia la unidad es de visión: la mirada melancólica sobre Europa, especialmente sobre una ciudad, Berlín, en la época del muro. Es la mirada de una extranjera, es decir, de alguien separado, no integrado. El libro surgió durante mi estancia en Berlín, en 1980, gracias a la invitación de la Deustche Akademmischer Aussensdienst, una invitación muy generosa, que permite residir en Berlín y escribir (o no: es una elección personal) de forma subvencionada. Yo, que era una exiliada en Barcelona, me enamoré de la ciudad de Berlín. Era una ciudad simbólica, onírica: dividida en dos por un muro, como ocurre en los sueños repetitivos, donde un obstáculo impide siempre el goce. Apollinaire, que había visitado la ciudad durante la Primera Guerra Mundial, escribió que ya entonces Berlín era la ciudad más triste del mundo. A mí no me pareció triste, sino melancólica, romántica (en el sentido estético del término; no podemos olvidar, además, que el romanticismo, como sensibilidad, surgió precisamente en Alemania) y profundamente lírica. No conocía la lengua, pero podía comunicarme con el paisaje, con sus íntimas cafeterías, con su silencio sólo cortado por el sonido tintineante del agua. La armonía de la ciudad me fascinaba. Alguien me contó, entonces, que la ciudad había sido reconstruida, después de los horribles bombardeos, por las mujeres. En efecto: la ciudad había quedado sin hombres, a causa de la guerra, y las mujeres levantaron con sus propias manos una ciudad a la medida de los seres humanos: los edificios no tienen más de tres plantas, hay una plaza llena de árboles en cada esquina; y en invierno, en los jardines de Charlottenburg, los empleados del Ayuntamiento colocan semilleros en los árboles, para que los mirlos y los demás pájaros no mueran de hambre. Además, Berlín no era una ciudad industrial, y eso me resultó completamente gratificante. Por las ciudades industriales no se puede pasear, ni salir a caminar: están hechas para los medios de transporte, no para los peatones. Y yo soy una peatona vocacional. Alguien dijo (ya no recuerdo quién) que las ciudades son estados de ánimo. Años después, me di cuenta de que yo había conseguido con Europa después de la lluvia la melancolía de la ciudad, atrapar su lirismo, su romanticismo.
En literatura, no soporto la arbitrariedad.
En Europa después de la lluvia, título que se corresponde con el nombre de uno de los cuadros del pintor surrealista Max Ernst, hay un poema, “Aquí todavía todo está flotando”, que es un homenaje a este pintor. ¿Piensa, como alguna vez dijo Julio Cortázar, que el surrealismo ha ejercido en usted una fuerte influencia y le ha servido para desarmar modelos?
No siento ninguna simpatía por el surrealismo literario. En literatura, no soporto la arbitrariedad. En cuanto al “juego”, del cual tanto ha escrito Huizinga y el propio Cortázar, es un símbolo. No hay ningún juego inocente. Hasta cuando Karpov se enfrenta a Deep Blue, las interpretaciones se multiplican: el hombre enfrentado a la máquina, la inteligencia natural y la artificial, etc. Todo jugador sabe (y yo soy una jugadora aficionada) que, en cualquier partida, en cualquier apuesta, en cualquier pase, se juegan muchas más cosas que las aparentes. Nadie juega sólo dinero, sólo fichas, sólo dados. Y los juegos de palabras, o los lapsus, son muy significativos. El surrealismo en pintura me gusta un poco más, aunque también le exijo significación, no azar o pirueta. “Aquí todo está flotando” es un pequeño dibujo de Max Ernst muy poco conocido. Tan poco conocido que mi traductora alemana, que no lo había visto nunca, tuvo que recurrir a una especialista en Max Ernst para obtener el nombre original del cuadro (el verbo flotar, en alemán, se escribe de diferente manera, según signifique flotar en el aire o flotar en el agua). Lo que me apasiona, en cambio, es la facultad humana de simbolizar, génesis del lenguaje. Me extasía contemplar una cruz, por ejemplo. ¿Suma, cristianismo, farmacia? Me enamoro de palabras, en cualquier lengua. Y de las voces que las pronuncian. Creo que las palabras son pequeños fetiches. De ahí a inventar símbolos y vocablos sólo hay un paso.
En este libro usted presenta su visión de la Europa contemporánea a través de la mirada de una extranjera. ¿Continúa pensando que “aquí todavía todo está flotando”?
El dibujo de Max Ernst me resulta fascinante: un navío inclinado, entre el mar y el cielo. No se sabe si está a punto de volar o de naufragar. Reino de la ambivalencia, del doble sentido. Tampoco sabemos a qué se refiere el “Aquí”. ¿Al mar? ¿Al aire? ¿A Europa? ¿A la humanidad? Quise poetizar esa ambigüedad en el mito y en la historia de Europa. (Sin olvidar que Max Ernst pintó, también, ese terrible cuadro de destrucción, caos e infierno que es “Europa después de la lluvia”, alusión, sin duda, a la Segunda Guerra Mundial.) Escribí el libro cuando Maastricht todavía no se había diseñado, pero la unidad europea comenzaba a esbozarse, como mito y como plan económico. El libro recoge los dos sentimientos que puede inspirar este continente al mismo tiempo: las filias o las fobias. Procuré que mi mirada fuera la de una extranjera, cosa nada difícil, si tenemos en cuenta que nací en Montevideo, vivía en Berlín, no hablaba alemán ni inglés, pero me subyugaban los bosques de la ciudad, sus lagos y la pintura de Caspar David Friedrich, un pintor casi desconocido en España, entonces. (También padeció un largo período de ostracismo en Alemania, aunque a partir de 1980, aproximadamente, su pintura ha vuelto a considerarse como lo mejor del romanticismo alemán y europeo.) Pero mi sentimiento de extranjería era relativo. Mis bisabuelos, tanto los maternos como los paternos, eran europeos, la educación que recibí era imitación de la francesa y Montevideo fue, con Buenos Aires, la ciudad más europea de América Latina. El primer indio que vi en mi vida fue en Berlín: un pintor indígena exiliado, chileno. Yo entonces tenía más de treinta años. Me licencié en literatura comparada, europea, aunque muchos de mis escritores favoritos eran norteamericanos. Creo que las mezclas son muy sabias, son muy buenas, y mis antepasados estaban un poco revueltos. De todos modos, es una suerte que me guste la ópera italiana tanto como el blues, Wagner y Barbra Streisand, Poe y Kafka.
Una cita de La Biblia (“Y no angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto”) nos introduce en el primer capítulo de su novela La nave de los locos, que es una profunda reflexión sobre la diferencia, sobre la identidad, sobre la condición de extranjero y sobre el desasosiego de extranjería. Usted, como el personaje de la novela, que significativamente se llama Equis, no nació extranjera y supongo que no le recomendaría a nadie serlo. Sin embargo, en esta novela, como en buena parte de su ya extensa obra, los hombres son extranjeros de las mujeres, los niños de los adultos, los jóvenes de los ancianos y los enanos de los altos y, no obstante, esto no les impide relacionarse sexual o sentimentalmente. ¿Por qué?
Hace unos años, a propósito del lanzamiento de una nueva novela, un autor español, de mucho éxito, concedió una larguísima entrevista al diario El País. El título era: “Sólo podría enamorarme de mi semejante, alguien como yo”. Lo dijo con ingenuidad, y el titular no tenía ninguna mala intención. Algún analista podría decir que autor, entrevistador y periódico reflejaban, en ese momento, la ola de narcisismo que recorría España: tenemos la mejor transición política del mundo, somos triunfadores, bellos, fuertes, apasionados, nuestras fiestas son las más celebradas, sabemos hacernos ricos rápidamente, nos conceden un Nobel, el Barcelona es más que un club, el Real Madrid es más que un club, etc. Si recuerdo este ejemplo es porque “las diferencias” (las famosas “diferencias históricas” o las subjetivas) ponen en carne viva nuestra relación con el otro. ¿Qué hacemos con “las diferencias”? Una posibilidad es exaltarlas, glorificarlas, y surge, entre otras cosas, el nacionalismo político. Nadie quiere diferenciarse para peor: toda diferenciación es una proclama implícita de superioridad. De manera no manifiesta, “ser diferente” quiere decir, para muchos, ser mejor. Bien, es necesario acabar con este sentido de las diferencias. Diferente no quiere decir ni mejor ni peor, sino distinto. Aun así, subsiste el problema: ¿qué hacemos con las diferencias? La respuesta totalitaria es: las suprimimos, las extirpamos, las erradicamos. Conseguimos la homogeneidad matando, eliminando, castrando las diferencias y a los diferentes (proyecto nazi, por ejemplo). Pero en nuestra relación con el otro sexo, con el mismo sexo, con nuestra portera o nuestro patrón, el tema vuelve a plantearse. ¿Me enamoro de mi igual, de mi semejante o me puedo enamorar de las diferencias? Una respuesta ingenua podría ser que las personas están instintivamente programadas para amar las diferencias, puesto que la mayoría es heterosexual. Sin embargo, no es así: el instinto (la reproducción) tiene poco que ver con el goce, con el amor, que es una construcción imaginaria. Los personajes de La nave de los locos son extranjeros entre sí, pero buscan la armonía oculta, intentan superar sus diferencias para negociarlas. Y a veces, como le ocurre a Equis, comprenden, finalmente, que la renuncia a su “diferencia” más narcisista es la condición para alcanzar el amor.
¿Es posible la aceptación y el respeto de las diferencias en cualquier caso?
Creo que la única humanidad posible está en el respeto de las diferencias, aunque no son siempre dignas de amor, o no podemos amarlas. Sin embargo, es un respeto selectivo. No estoy dispuesta a amar a alguien que pertenezca a un grupo paramilitar, por ejemplo, diferente a mí, que detesto la violencia, ni a respetarlo. Pero tampoco estoy dispuesta a matar a sus integrantes. La complicidad que propone La nave de los locos es la de las víctimas. Equis ha sufrido persecución política, igual que Vercingetorix; la anciana gorda con la que Equis se acuesta está en el período de exclusión de su vida (es anciana, es gorda, es extranjera); la prostituta que conoce también es una marginal y la mujer a la que ama ha sufrido un aborto (es decir: es víctima de su biología y de las leyes que le impiden abortar en su país) y además, bisexual, “diferente” eróticamente. Morris es homosexual; y Graciela, feminista. Reuní, por tanto, en esta novela, a varios personajes heterodoxos; son cómplices y se pueden amar porque se reconocen como víctimas. Son semejantes, en este sentido. Goethe copió a un pensador latino, Terencio, cuando dejó escrito: “Nada de lo humano me es ajeno”, con lo cual, el tema de las diferencias debería haber quedado zanjado para siempre. Pero hete aquí que las diferencias, por menudas que sean, son capaces de provocar persecuciones, guerras, tormentos. Son, por otro lado, la sal de la vida. No existiría la evolución sin la diferencia. La única explicación científica acerca de la evolución del homo sapiens, mucho más veloz y profunda que la del resto de los seres vivos, es su diversidad. Las ratas son más numerosas, pero mucho más idénticas entre sí. Por eso, no han dominado el mundo, pese a su antigüedad y a su número.
En La nave de los locos se afirma que la pretensión de tener un solo sexo, ya sea femenino o masculino, es neurótica. ¿En qué sentido?
Lo afirma Morris, que es bisexual. Y lo afirma implícitamente Freud, cuando reconoce que todos los seres humanos nacemos bisexuales, pero el peso de la prohibición del incesto y de las leyes sociales obligan a reprimir una de esas pulsiones. La que sólo produce goce. Lo cierto es que tener que demostrar que se es todo un hombre o toda una mujer (sin la menor mezcla del sexo contrario) es una preocupación y una actividad neurótica, excluyente, esclavizadora, tiránica y titánica. La moda “unisex” ha triunfado porque el género humano estaba harto de tener que demostrar eso, precisamente: su género. Yo recuerdo que, de pequeña, me habían prohibido silbar, con las ganas que tenía yo de silbarme un valsecito o un carnavalito. ¿Por qué me habían prohibido silbar? Porque no era femenino. Deduje que no bastaba con el aparato genital para demostrar la femineidad de alguien. Es una conclusión tremenda: la biología no es suficiente para determinar el género de una persona. Entonces, ¿cómo y de qué manera se determina? Con una cantidad de prohibiciones neuróticas. No silbar, no fumar, no usar pantalones, no sentarse con las piernas separadas, no cruzar las piernas, etc. Lo femenino siempre se ha definido por la prohibición. En cambio, lo masculino, por la permisividad: fumar, usar pantalones, cruzar las piernas, jugar al fútbol, machacar, etc. El feminismo ha dado un paso grande al liberar a las mujeres de muchas leyes castradoras.
Tanto en su libro de cuentos Los museos abandonados, como, especialmente, en Desastres íntimos, los ritos del cuerpo, las fantasías amorosas y eróticas emergen desde una perspectiva tan transgresora que el lector más abierto y permisivo no puede menos que sentir una intensa perturbación. Esto, por supuesto, hace que su literatura rompa tópicos y circule por derroteros poco transitados. En este sentido, ¿se da usted cuenta de que está diciendo lo que muy poca gente quiere oír o, en su defecto, leer?
Cualquiera que lea la página de avisos clasificados de un diario (incluidos los diarios de provincias) podrá encontrar los deseos eróticos de mis personajes: fetichistas, sadomasoquistas, travestidos, etc. El erotismo empieza con la imaginación, es decir, con la independencia del cuerpo, de la biología. A mí no me interesa el sexo, sino el erotismo, y a mis personajes también. “Hacer sexo” me parece una expresión verbal horripilante, tan horrible como el acto que imagino. El sexo no se hace: se sueña, se inventa, se imagina, se supera, se trasciende, se olvida, se cambia, se transmuta. El erotismo es al instinto sexual lo que el bel canto al grito. Los instintos nada tienen que decir en la cultura. La cultura es una invención del ser humano; el instinto, un mecanismo de supervivencia. No estoy segura de que los lectores no quieran leer estas historias. Al fin y al cabo, aun en época de crisis económica, los establecimientos dedicados a vender las fantasías sexuales de los lectores gozan de muy buena salud. En todo caso, debo confesar que el número de lectores o sus gustos no me preocupan cuando escribo. Escribo lo que creo que tengo que escribir, según mi concepción histórica de la literatura, teniendo en cuenta todo lo que ya se ha escrito y lo que yo misma ya escribí. Ahora bien, soy consciente de que mis textos suelen turbar mucho a los profesores de literatura de las universidades, siempre dispuestos a hablar de una matanza en Izalco, en Chiapas, de la explotación indígena o de la tortura a los presos políticos, pero extrañamente temerosos cuando deben abordar el tema del fetichismo de los personajes, la masturbación o el travestismo. Aunque en los institutos de secundaria se repartan folletos que enseñan a manipular un condón o definen la homosexualidad como una opción del deseo. Pero ésta es una clase de información fría, que no deja ninguna huella. Es verdad que un relato sobre una fetichista, si está bien escrito, si consigue emocionar, inquieta mucho más que un tratado de pedagogía sexual. No podemos separar el erotismo de las emociones; por eso mis libros resultan inquietantes. Pero ésa es la finalidad de la literatura.
El erotismo empieza con la imaginación, es decir, con la independencia del cuerpo, de la biología. A mí no me interesa el sexo, sino el erotismo, y a mis personajes también. “Hacer sexo” me parece una expresión verbal horripilante, tan horrible como el acto que imagino. El sexo no se hace: se sueña, se inventa, se imagina, se supera, se trasciende, se olvida, se cambia, se transmuta
En el cuento “La semana más maravillosa de nuestras vidas”, que pertenece al volumen Desastres íntimos, la protagonista comenta: “Sólo la gente que no ha experimentado nunca una verdadera atracción física es capaz de decir que la atracción física es una parte del amor, y no la más importante”. Todavía hoy las mujeres anteponen el amor a la atracción física, incluso las escritoras de éxito más atrevidas y escandalosas suelen privilegiar los sentimientos más que la pasión desenamorada. ¿A qué se debe que usted afirme lo contrario?
Las mujeres deben creer en el amor, de lo contrario, no podrían tener hijos. Si no creyeran en el amor de su pareja ¿cómo se atreverían a parir, alimentar, educar, proteger, amparar a sus hijos en soledad? Hay algunas que se animan, en nuestros días, un poco más que en la antigüedad, pero son casos excepcionales. Por otra parte, hasta Freud reconoce que las mujeres subliman espontáneamente a través del amor, como los artistas subliman a través de sus obras. Los hombres tienen mucha más dificultad para sublimar cualquiera de sus instintos. El personaje que pronuncia esa frase en el relato “La semana más maravillosa de nuestras vidas” no tiene la menor intención de reproducirse, de ser madre, de manera que su deseo no está sublimado. Puede experimentar la atracción física con entera libertad.
Muchas mujeres se quejan de que los hombres, por lo general, se muestran reacios a comprometerse en relaciones de pareja tradicional, establecer uniones matrimoniales, etc. Sin embargo, en sus relatos parecen ser ellas, las protagonistas, quienes no desean verse atadas por vínculos estables. Esto se observa claramente en “La semana más maravillosa de nuestras vidas”. ¿Se trata de una necesidad de autoafirmarse como individuos en solitario?
Creo que la mujer más independiente que he creado es la Aída, de Solitario de amor. Se ha casado, se ha divorciado, tiene un hijo al que cría por sí misma y cuando se enamora, no desea casarse otra vez: vive la intensidad del vínculo erótico sin ninguna estructura fija. No busca la estabilidad, sino que se somete a los vaivenes de la pasión. En otros términos, se sitúa, frente a Eros, del lado que tradicionalmente se adjudica al varón. ¿Qué consigue? Que el hombre que la ama se coloque en el lugar opuesto, en el que suele estar la mujer. Es el hombre enamorado de Aída quien desea casarse, tener un hijo con ella, y teme ser abandonado. Las relaciones pasionales son un juego de posiciones (la palabra juego en la acepción más seria del mundo) en virtud del cual basta con que uno de los miembros consiga cambiar de lugar para obtener la contrapartida del otro. La mayoría de los personajes femeninos que describo en mis libros no desea ser sólo objeto de deseo, sino todo lo contrario: quiere ser sujeto de su deseo. No por ello son mujeres “virilizadas”. Han superado la distinción tradicional de roles y eligen su posición frente al deseo, la intercambian, juegan con ella. En “Fetichistas S.A.”, de Desastres íntimos, por ejemplo, la fetichista es una mujer. Aunque el fetichismo, como casi todas las “perversiones” (empleo la palabra en su uso psicológico, no moral), suele ser masculino, preferí que la fetichista fuera una mujer. No partí de ningún personaje real, pero cuando leí el cuento, en una universidad norteamericana, un profesor me comentó, entre risas, que su amante mujer también era una fetichista de cuellos masculinos. En todo caso, y volviendo a “La semana más maravillosa de nuestras vidas”, ambas mujeres viven la pasión amorosa, que es sólo una de las manifestaciones del amor: la más absoluta, la más delirante y la más intensa.
¿Cree usted, como la protagonista del cuento citado anteriormente, que la pasión dura como mucho tres años, tres meses y tres días?
No, es un guiño a los lectores y lectoras, aunque ese lapso suele ser resultado de algunas estadísticas. Yo he tenido pasiones mucho más duraderas.
El amor no está lleno sólo de buenos deseos. Está lleno, además, de deseos de posesión, de deglución, de venganza, de rencor, de celos..
La oscuridad del deseo, su ambigüedad, la pasión y la libertad personal son temas que aparecen una y otra vez en su obra abiertos a la indagación de sus alternativas y alcances. Parafraseando al protagonista de su cuento “Entrevista con el ángel”, ¿esta indagación se debe a que no hay cosa peor que amar a alguien cuyo deseo se nos escapa?
El deseo del otro o de la otra casi siempre se nos escapa, entre otras cosas porque suele ser inconfesable. No está bien visto, no es de recibo devorar al otro, querer poseerlo hasta la muerte, verlo agonizar lentamente entre nuestros brazos, conducirlo a la locura o a la esclavitud. El amor no está lleno sólo de buenos deseos. Está lleno, además, de deseos de posesión, de deglución, de venganza, de rencor, de celos… El verdadero deseo no osa decir su nombre. Es menos doloroso renunciar, de entrada y de plano, al deseo del otro. Pero eso nos convertiría en monjes budistas.
Si la familia es un gueto (en “Entrevista con el ángel” se dice: “¿Hay algo que se parezca más a un gueto que una familia?”) y el matrimonio resulta una tumba segura para la pasión, se percibe en su obra algo que usted sí reivindica enfáticamente. Para ejemplificarlo, lo haré con una frase de “La destrucción o el amor”, también del libro Desastres íntimos, que dice: “A nadie se le ocurre conceder un día de asueto por el motivo más importante del mundo: por una cita amorosa. Por enfermedad, sí, por placer, no”. ¿Es el amor, entonces, lo único que nos salva de la destrucción?
El instinto de vida es el placer, por eso hay que controlarlo, limitarlo, acortarlo, reducirlo, eliminarlo… Porque el placer es socialmente improductivo. No produce riqueza, no acumula bienes, no edifica casas, no conquista imperios y no cotiza en Bolsa. (Hay un largo discurso acerca de esto en mi novela Solitario de amor.) Encima, es efímero. Y de una naturaleza tan sutil que, si nos excedemos, puede provocar lo contrario: hastío, displacer, vacío. El sentimiento de placer oscila siempre entre la presencia y la ausencia, entre el estar anhelante y el estar saciado, entre el quiero y no quiero. La pasión provoca estrés, pero la falta de pasión provoca depresión. Nos movemos entre estas dos maldiciones.
Debo confesarle que hice un pequeño experimento para quebrar la rutina. Transcribí la frase que acabo de citar de su cuento “La destrucción o el amor” y diseñé con ella un cartel. Se lo ofrecí a varios compañeros míos de la oficina, el más joven de ellos mostró tal entusiasmo que colocó el cartel al lado de su mesa de trabajo. Le cuento esto, porque Cortázar decía que él había escrito Rayuela pensando en la gente de su generación y resultó que, al publicar la novela, los más receptivos con respecto a esta obra fueron los jóvenes. ¿A usted le pasa algo similar?
Cuando era joven y mis libros eran leídos por gente joven, pensaba: es lógico, hay una correspondencia. Cuando dejé (muy a mi pesar) de ser joven y comprobé que mis libros seguían siendo leídos por gente joven, mucho más joven que yo, pensé que conservaba en mí algo de la juventud perdida. Los jóvenes son más desinhibidos, más valientes, más audaces, tienen menos miedo. Biológicamente es así, y no hay ninguna característica biológica que no se traduzca en un síntoma psíquico.
Una dosis demasiado fuerte de realidad (de información) puede ser tan indigesta como ninguna.Hoy en día se extiende la sospecha de que la cultura, como la entendió su generación, vive un período de despedida, de ocaso, de profundo cambio ante el imparable ascenso, entre otras cosas, de las nuevas tecnologías y de nuevos mercados. En relación con la literatura, los grandes grupos de comunicación están imponiendo sus fórmulas, manipulando el gusto y las preferencias del público, del lector. ¿Cómo ve usted el futuro de las letras y las artes, y de su propia obra, en el marco presente y en el que se avecina?
Hace pocos días estuve en una pequeña isla, frente a Alicante, llamada Tabarca. Fui a un Congreso de Literatura Hispanoamericana. En Tabarca viven, de manera estable, cuatro o cinco familias, es decir, unas veinte personas. En sus casas hay televisión; sin embargo, no llegan los periódicos. Ninguno de los habitantes se acercó a escuchar las conferencias, ni solicitó ninguno de los libros de los autores representados. Una noche, mientras esperaba el sueño, en medio del magnífico silencio de la isla, me puse a pensar cómo sería una vida sin periódicos, sin libros. (Tampoco hay escuela en el pueblo.) Conocer el mundo sólo a través de la televisión me pareció paranoico: uno puede llegar a pensar que está compuesto por asesinos y policías peligrosos, más varios equipos de fútbol, algunas misses y media docena de políticos retóricos. Pero después pensé que mucho peor sería vivir en una isla sin periódicos, ni libros, ni siquiera televisión. Creo que, en el futuro, la televisión se ocupará fundamentalmente de los “grandes relatos”. En el fondo, es un invento decimonónico. Se limita a contar. Cuenta partidos de fútbol, como cuenta debates parlamentarios o crónicas policiales. Todo lo que es interpretación, símbolo, emociones, sentimientos es y será del ámbito de lo literario. No hay manera de llevar a la pantalla un poema de Baudelaire ni una rima de Bécquer. Tampoco un ensayo de Roland Barthes. En cuanto a Internet y las autopistas de la información, no introducen nada nuevo, nada que no existiera antes. Son más veloces, pero perder el tiempo ha sido y será siempre una forma de soñar. Y el arte sale del sueño, no de la realidad. Una dosis demasiado fuerte de realidad (de información) puede ser tan indigesta como ninguna.
La literatura erótica, hasta entrados los años sesenta del siglo XX, ha sido de producción escasa en América Latina, y los textos escritos por mujeres muy excepcionales. ¿A qué se debe esto?
Es que en la literatura latinoamericana los cuerpos, en su carnal fisicidad, casi no existían. La carne solía ser una metáfora; era la influencia religiosa, la represión. La prohibición del cuerpo aparece con el judaísmo. En las religiones primitivas el sexo y la religión iban juntos. Todo lo religioso era, al mismo tiempo, sexual; existía esa armonía. Las divinidades eran representadas desnudas y con el sexo al descubierto, hipertrofiado, como esos enormes príapos de las culturas africanas y andinas, o esos sexos femeninos desplegados. Los votos eran sexuales también. Acabo de ver una deliciosa exposición, Eros primitivo, donde las esculturas y las representaciones plásticas de las civilizaciones más antiguas de Oceanía, Africa y América coincidían en esta concepción de lo religioso y de lo sexual. Después vino el judaísmo y esto se rompe, se separa lo religioso de lo sexual.
En su obra, en cambio, hay una presencia notoria del cuerpo, especialmente del cuerpo femenino. Pienso, por ejemplo, en su libro de cuentos Desastres íntimos y en el poemario Estrategias del deseo, donde aparecen mujeres que se erotizan, hacen el amor, se vuelven fetichistas.
Yo tiendo a recuperar la instancia religiosa de hacer el amor desde mi primer libro de poemas, Evohé, donde escribir, amar y orar son actividades que se mezclan y se juntan. Amar se convierte en un oficio, en el sentido de oficiar un rito, igual que escribir. Hay algo de religioso en las tres actividades. Muchos de mis poemas son eróticos, algo ausente en la poesía en castellano. En mi libro Babel bárbara, escribí un poema al parto, como metáfora de la escritura, pero me parece muy significativo que sea uno de los pocos poemas sobre el parto de la literatura castellana, aunque posiblemente tampoco lo hay en otras lenguas, tal ha sido la ausencia de las incidencias del cuerpo femenino. En Estrategias del deseo hay varias referencias a la sangre menstrual. ¿Cómo es posible que todo esto no haya estado en la literatura o haya aparecido muy ocasionalmente? Porque la poesía la escribían hombres, y para ellos, el cuerpo femenino era una idealización: lo soñado o lo temido.
¿Hay más erotismo en su poesía que en sus relatos?
Es posible, porque mis relatos suelen tener una dimensión psicológica, de conflictos o de análisis del mundo interior; en cambio, la poesía expresa emociones y sensaciones. Pero esta distinción es arbitraria, porque siempre es un yo el que siente, goza o sufre. Lo más característico de mi poesía erótica es la fisicidad, pero no hay ningún yo que no se asiente en un cuerpo. El cuerpo es la dimensión del yo, no podemos separarlos. Aun así, mi novela Solitario de amor es el texto más erótico que he escrito, siendo, al mismo tiempo, un análisis implacable de la alineación y del delirio amoroso. Creo que tuvo bastante influencia en la poesía y en la narrativa que se escribió en castellano en los últimos diez años.
En el poema “Infierno, paraíso”, de Estrategias del deseo, dice: “No hay amor sin crueldad”.
¿La crueldad estaría dada por la separación de los cuerpos?
Sí, a eso me refiero. Estrategias del deseo expresa el anhelo de fusión de los cuerpos; es decir, de dos “yo” que en el momento de éxtasis orgásmico alcanzan la metafísica, la trascendencia. Cuando se llega a esa fusión, cualquier mínimo acto individual es un símbolo de la temida separación, del regreso a la soledad del yo. La crueldad es ese regreso de dos que eran uno a dos que son dos: se siente como una herida. El primer síntoma de crueldad es cuando el otro consigue dormirse solo. La perfección amatoria se da cuando las dos personas se duermen al mismo tiempo, mirándose, y si alguna se mueve, la otra también lo hace, y cuando se abren los ojos, es al mismo tiempo. La separación, el desgarramiento empieza con el primer acto autónomo. Ya en El Poema del Cid se dice: “se separaron como la uña de la carne”. En la fusión erótica hay una vía de acceso a la eternidad que trasciende el sexo por completo. En todo caso, como digo en uno de mis poemas, es un camino de ascesis.
En el amor pasional la fantasía es: me pierdo en el otro, lo devoro, me integro y me identifico.
Ese poema, precisamente, se titula “De aquí a la eternidad”, y dice: “Descubrir de pronto que Dios/ era una diosa/ última ascesis, / de aquí a la eternidad”. ¿Es sólo en el amor-pasión donde es posible la metamorfosis, que una persona se convierta para otra en divinidad?
Sí, porque en el amor que no es pasión esa fantasía, ese deseo, no existe. No se tiende a la fusión, se respetan los límites del yo, se goza con la individualidad, no hay ganas de fusionarse con el otro, o son esporádicas. Los psicoanalistas lo consideran sano, porque sabemos que ellos tienen terror a la desestructuración del yo, no quieren hacerse cargo de un paciente que corra riesgos, son conservadores. Prefieren a un deprimido antes que a alguien que corre riesgos, pero sin riesgos no habríamos salido de las cavernas. En el amor pasional la fantasía es: me pierdo en el otro, lo devoro, me integro y me identifico.
Hablando sobre la oscuridad y ambigüedad del deseo, me comentaba que no está bien visto devorar al otro, querer poseerlo hasta la muerte, conducirlo a la locura o a la esclavitud, pero que esos eran sentimientos dominantes en una relación pasional, porque el amor no está lleno sólo de buenos deseos. ¿Es tan así?
Para no escandalizar a nadie, veamos el ejemplo de la maternidad. ¿Qué es una mujer embarazada? Una mujer que tiene a alguien adentro, ya se lo devoró. Yo siempre me acuerdo de una anécdota maravillosa de la psicoanalista Joyce McDougall, que relata las fantasías que se hacen los niños acerca de las madres embarazadas. Cuenta que le dijo a su hijo de cinco años que pronto iba a nacer su hermanito, que ella lo tenía en la panza; espontáneamente, el niño le preguntó: ¿cuándo te lo tragaste? El niño, a su vez, le cuenta a un amigo: mi mamá tiene adentro a mi hermanito, y el otro le contesta: “¿por qué no abre la boca para que lo mires?” En el imaginario y en la literatura más antigua, en la Ilíada, se dice devorar tanto al enemigo como al amante para incorporarlos. Ese es el sueño que alienta la relación pasional. Y a mí, como experiencia, me fascina. Muchas mujeres viven la maternidad como única relación de fusión de su vida, y expresan que allí está la plenitud. En la fusión no hay castración, es la fantasía o la realidad de fundirse con el ser amado. En las relaciones que no son pasionales hay una asunción de la castración; soy incompleta, el otro o la otra también lo es. Somos dos entidades que se ponen en juego, pero donde no hay ninguna fantasía de que juntos, pegados, se trascienda los límites del yo.
A propósito de esto, en un momento de su poema “Inseparables”, dice: “Devolví al mundo lo que había devorado” y habla de ese sentimiento de soledad que sobreviene cuando se separa carnalmente lo que se ha unido. Si no fuera por algún dato muy puntual que da, ¿podría creerse que la separación de la que aquí habla no es de una amante, sino de la madre.?
Claro, podría ser, porque resulta la misma cosa. La relación fetal, uterina, es lo que subyace en la fusión de los cuerpos.
En el poema “Dar el alta” da cuenta, con mucha ironía, de la recuperación del yo. Puedes moverte por la ciudad con total independencia, sin extrañar desesperadamente a tu amante y sin añorar con dolor los lugares donde se amaban “hasta el escándalo y la fatiga”, y concluye: “En cualquier momento / la psico me da el alta”. Aunque lo presente como una bella locura, ¿el amor es para usted un factor de alienación, enloquece?
Freud dice que el enamoramiento es una alienación transitoria, pero la biología moderna insiste en que se trata también de un proceso químico. Una bella locura. En la sociedad de consumo, la pasión inspira miedo. Hay temor a perder el control de sí mismo, a producir o rendir menos. Miedo al desorden amoroso. Por mi parte, estoy deseando perderme, porque no me parece que el mejor lugar para residir las veinticuatro horas del día sea mi yo. Agradezco aquello que me seduce, que me permite evadirme un rato; me parece una condena estar todo el tiempo agarrado del yo. Para mí la fantasía de paraíso está en la inmersión, en la fusión del yo que trastorna las nociones habituales de tiempo y de espacio. Sé que siempre se regresa, que siempre se vuelve. Imagino que los cautelosos temen no poder volver. Hay mujeres que me han dicho que no quieren orgasmos encadenados porque tienen miedo de la locura, de la pérdida de control. Nunca se ha dado el caso de alguien que no vuelva. Todas hemos vuelto, desgraciadamente. Sólo hay otra experiencia semejante, y es en el arte. Cuando voy a un museo me gustaría quedarme a vivir en él, porque allí están abolidas esas dos nociones. Hay un tiempo eterno y un espacio que puede estar en cualquier lado. Si no hay tiempo y espacio, no hay angustia.
¿El amor-pasión es el único capaz de borrar la realidad totalmente, como ocurre en su poema “Once de septiembre”?
El amor es una droga dura: título de una de mis novelas. Desde el punto de vista biológico, el amor pasión es un cóctel de endorfinas que imprime al cerebro un altísimo voltaje. Lo que habría que descubrir es si algunas personas necesitamos ese cóctel con más frecuencia que otras, porque, de lo contrario, nos deprimimos. Sería, entonces, un sistema de defensa contra la depresión. Quizás quienes pueden vivir sin el amor-pasión tienen la suficiente serotonina como para no necesitarlo. Cuando los discípulos le preguntaron a Freud qué era el amor, contestó: “Preguntadle a los poetas”. En el estado de excitación cerebral de la pasión las imágenes, los símbolos, los colores, las formas, los sentidos adquieren una intensidad única. Los biólogos afirman que ese estado de sobreproducción de endorfinas no puede durar más que tres años, a lo sumo cinco, cuando la pareja no vive bajo el mismo techo; le sucede la producción de feromonas, que son las drogas de la serenidad y de la felicidad, dos sensaciones de menor voltaje, a veces, casi imperceptibles. Pero los adictos a las emociones fuertes (adictos a las endorfinas) suelen experimentar, entonces, una especie de desilusión, un bajón equivalente al síndrome de abstinencia de cocaína. Este es el substrato químico del régimen literario del enamoramiento romántico. Ahora los biólogos dicen incluso que no puede durar ni siquiera tres años, pero yo creo que hay un componente ideológico muy importante en esta restricción de lo pasional: una sociedad muy productiva no puede permitirse este derroche hormonal; al fin y al cabo, el amor pasión sólo produce sentimientos y emociones, difíciles de controlar y sin cotización en el mercado. Cuando publiqué El amor es una droga dura, muchos críticos se inquietaron: la propuesta de un amor romántico, exaltado, en régimen de vida o muerte, les pareció muy peligrosa. Sin embargo, la sociedad de consumo está dispuesta a vivir estresada por el trabajo, por la Bolsa, por la inseguridad ciudadana, por las hipotecas. La pasión romántica provoca estrés, pero la falta de pasión produce aburrimiento. La pasión no persigue la felicidad; es un fin en sí misma. La felicidad es un sentimiento mucho más débil.
Sin embargo, en el mejor de los casos, en ese plano vive mucha gente.
Es una elección personal. Hay muchos que dicen tener gran facilidad para controlar sus emociones; posiblemente, si se aplicaran un medidor de emociones (ya los hay, pero no están a la venta), resultaría que sus emociones son muy débiles. Todos tenemos neuronas y sistema nervioso, pero las sinapsis son diferentes, y diferente el nivel de sensibilidad. No es lo mismo controlar un motor de 400 caballos que uno de 40. En todo caso existe la posibilidad de que el amor romántico, pasional se transforme, luego de un tiempo, en una relación más relajada, menos intensa o independiente; a algunos les parecerá una bendición, y otros lo vivirán como una pérdida, como una desilusión. En todo caso, a los efectos de la supervivencia de la especie, la pasión romántica no es necesaria; es un obstáculo para la crianza de los hijos, el trabajo y la vida social, lo perturba todo.
Aunque su escritura, dada la producción que tiene, parece imperturbable a las distracciones de la pasión.
Para mí la escritura forma parte de la pasión; escribo en estado libidinal hasta los artículos periodísticos. No distingo entre la energía amorosa y la artística; nacen del mismo lugar. Escritura, amor y juego para mí son la misma cosa; en todo caso, lo importante es la concentración, la intensidad que tienen las tres. Actividades llevadas al límite. Estoy de acuerdo con Antonio Machado, que dijo: la inteligencia no escribe buenos versos. Pero cuando tengo que elegir, y eso, por suerte, no ocurre muchas veces, elijo la pasión amorosa. Sé que será un enorme estímulo para escribir, por lo tanto, no pierdo nada. Y si perdiera algo, no me importaría. Si me ofrecieran el Premio Nobel o una noche más de amor, elegiría una noche más, pero quizás es porque ya no soy tan joven, y como Fausto, anhelo la oportunidad de decir: “Detente, instante, eres tan bello”.
¿Se reafirma, entonces, en que el trabajo, la vida laboral absorbente de hoy en día, es un freno para la pasión?
Yo creo que la gente se hace adicta al trabajo porque no está enamorada, o porque le teme al desorden amoroso; es la tesis de Solitario de amor. El amor romántico necesita ocio, tiempo, dedicación. Si trabajamos doce horas al día, más los desplazamientos, sólo en la etapa de producción intensa de endorfinas podemos enamorarnos. Se forma un círculo muy perverso: no se enamoran porque trabajan mucho, pero trabajan mucho porque no están enamorados. Ni los ricos saben ser ricos: viven como los pobres, es decir, trabajando, preocupados, estresados. En Estrategias del deseo cité el título del libro de Caballero Bonald: Somos el tiempo que nos queda. La vida es tiempo. El mayor tributo que le podemos hacer a quien amamos es nuestra disponibilidad, es regalarle nuestro tiempo, que es vida. Cuando estoy enamorada, ni siquiera leo el periódico, ni escucho la radio, ni miro la televisión: qué me importa el mundo, ni las noticias, si en la fusión amorosa encuentro, justamente, todo el mundo. Hasta me parece poco elegante, poco cortés, en el sentido amoroso del término, perder el tiempo leyendo el diario. El amor romántico impregna lo cotidiano de tal aura de excepcionalidad que el mundo exterior parece superfluo, inhabitable. No se trata de hacer cosas insólitas, sino justamente de convertir lo habitual en diferente, insólito, y eso lo consigue la pasión, la fusión. Cuando no existe, la vida es más pálida. Menos estresante, pero también menos intensa. La mayoría de las personas trabajan más de ocho horas, además hacen un curso de inglés y van al gimnasio.
¿Qué tiempo le regalan al otro?
El de dormir en la misma cama, cada uno mirando hacia lados diferentes.
¿Y pese a su capacidad pasional, el fruto de su deseo, como subraya en el poema “Noche en D. Mer”, está “perpetuamente insatisfecho”?
El estado de pasión no se puede alargar voluntariamente. Yo sé cultivarlo, pero no depende de mi voluntad prolongarlo en la pareja. Porque hay gente que no lo aguanta, gente muy disciplinada que está convencida de que el placer no es productivo, porque lo único que produce es placer; ciertamente, no lo es en términos materiales: no da dinero, no da fama. Cuántos suscribirían una declaración como la mía: entre el Nobel y una noche más, prefiero una noche más. Bueno, cuando no estoy apasionada yo también optaría por el Nobel. Perpetuamente insatisfecho es lo correcto. De lo contrario, sería la muerte del deseo.
La poesía no tiene sexo; tiene emociones y sentimientos
En varios de sus cuentos, pero especialmente en su poesía del último período, ya sin ningún tipo de ocultación, aborda relaciones homoeróticas entre mujeres.
Efectivamente, y cuando leo esos poemas o esos cuentos en público no advierto un gran malestar, porque los leo con naturalidad. La naturalidad obliga al interlocutor a corresponderte con naturalidad. Siempre hay excepciones, claro. Recuerdo una vez, en Pittsburgh, leí varios poemas homoeróticos; entre el público había una profesora de literatura latinoamericana de la universidad de San Sebastián, del País Vasco. Los poemas fueron muy aplaudidos, con entusiasmo. Ella se acercó a mí, y con gran ironía, me dijo: “Son tan buenos que casi me convencen”. Se equivocó. No escribo poemas homoeróticos para hacer publicidad o proselitismo, sino con la misma naturalidad que puedo escribir uno heterosexual. La poesía no tiene sexo; tiene emociones y sentimientos.
¿Esos poemas homoeróticos forman parte de su autobiografía, consignan su experiencia pasional?
En Estrategias del deseo hay poemas eróticos; algunos, homoeróticos, otros, no. Todos son biográficos, en la medida en que lo imaginario forma parte de mi yo. Mis fantasías también forman parte de mi psiquismo, y el psiquismo de un escritor no tiene o no debería tener una identidad sexual única, reduccionista. Yo tengo una capacidad tan grande de empatía que me puedo poner en la piel de cualquier persona, del mayor criminal o de la santa más ascética.
En aquel cuento suyo, “Fetichistas S.A.”, la fetichista es una mujer. Hace posible algo que se endilgaba preferentemente a los hombres. Es un tema que la persigue, ya que vuelve a reincidir en el poema “Fetiche”.
El fetichismo es una de las “perversiones” que más me apasionan, desde el punto de vista psicológico y como observadora. Generalmente, se atribuye a los hombres, como bien dice, por varios motivos. En primer lugar, la mujer casi nunca se ve a sí misma como sujeto deseante, puede expresar que ama la belleza de alguien, pero no dice qué parte de esa belleza adora. Desde el punto de vista de la especie, está justificada, porque lo que necesita una paridora es un hombre con buenos genes, no un bellezón. En segundo lugar, porque lo que estimula a la mujer es sentirse objeto de deseo, más que como sujeto deseante. Pero la evolución de la mujer, su independencia de la biología como destino ha cambiado mucho las cosas; ahora nos encontramos con mujeres que eligen a sus hombres o a sus mujeres desde el papel deseante. Un ejemplo mediático es Estafanía, la princesa de Mónaco. Entonces, una mujer deseante puede ser tan fetichista como un hombre. Para mí, el deseo fetichista es una forma de adoración, tiene un carácter casi sagrado. Hay pocas cosas sagradas en la sociedad de consumo; una es la poesía, la otra, el amor romántico. También son fetichistas los coleccionistas, y a mí me producen muchísima simpatía. Yo misma he coleccionado un montón de cosas en mi vida, desde sellos a maquetas de barco, desde caleidoscopios a dinosaurios en miniatura.
En el poema da la impresión de que todas las partes del cuerpo de la mujer son objeto de fetichismo para usted.
Porque se puede, a través de una parte, o cada una de las partes, amar a todo el objeto. En el cuento “Fetichistas S.A.” la protagonista del relato ponía en tela de juicio la definición tradicional de que la parte representa el todo; ella dice: la parte es el todo. Después añade que, incluso, se puede fetichizar cada parte.
En todo caso, la identidad sexual me parece múltiple. Incluso añadiría que me gusta mucho el mito platónico de que había tres sexos, masculino, femenino y los que tenían ambos; como estos últimos eran más completos y más felices, hubo una conspiración para matarlos, y por eso sólo quedan algunos eslabones.
Hay otro tema recurrente, la cuestión de la extranjería, que está en algunas de sus novelas, especialmente en La nave de los locos, y reaparece en otro de sus poemas, titulado, precisamente, “Extranjería”. Se encuentra en un bar gay, “entre falsos pelirrojos / y lesbianas sin pareja” y ahí también se siente extranjera.
Sí, porque las clasificaciones heterosexual y homosexual son reduccionistas. Hay mil maneras de ser hetero y mil de ser homo. Prefiero hablar de cuáles son las características subjetivas de mi deseo. Es una expresión que me gusta más. Es decir, ¿qué deber tener alguien, como característica, para ser deseado por mí? Evidentemente, cuerpo de mujer, pero no todos los cuerpos de mujer me producen deseo. Hay gente que no entra en la categoría de homosexual ni de heterosexual, porque durante un período muy largo de su vida ha sido una cosa y después otra, y después ha vuelto a la primera. Entonces, ¿cómo clasificamos, por cantidad de tiempo, por intensidad? En este momento, por muchos motivos, yo he asumido mi homosexualidad como una actitud política, pero no porque esté de acuerdo con las clasificaciones. El deseo es polivalente y creo, además, que es mejor no preguntarle a nadie qué tiene o a quién tiene en la cabeza cuando está haciendo el amor; mejor que se lo guarde, que sea su secreto. En todo caso, la identidad sexual me parece múltiple. Incluso añadiría que me gusta mucho el mito platónico de que había tres sexos, masculino, femenino y los que tenían ambos; como estos últimos eran más completos y más felices, hubo una conspiración para matarlos, y por eso sólo quedan algunos eslabones. Es una linda leyenda, más allá de su posible autenticidad. Cuando era joven, y empecé a definirme como homosexual, los heterosexuales me decían: te pierdes el cincuenta por ciento de la humanidad. Sí, pero ellos también, cosa que no se planteaban. No hay heterosexualidad, hay heterosexualidades; y no hay homosexualidad, hay homosexualidades. Y a veces se impregnan, se relacionan. No siempre la homosexualidad es una opción; para algunos, es su destino. En ciertos casos habrá elección y en otros no. Además, hay que distinguir entre sexualidad y erotismo. Sexualidad tienen todos los animales; mi perra tiene sexualidad, igual que los canarios y las chimpancés. Pero el erotismo es una creación humana, como el arte.
En sus primeros libros, cuando hablaba de la pasión amorosa, cuando manifestaba sentimientos poderosos hacia otra mujer, fue muy reacia a utilizar el yo femenino. ¿Por miedo?
Ciertas emociones no son propiedad exclusiva de las comunidades homosexuales. En los poemas titulados “De aquí a la eternidad”, que aparecen en Estrategias del deseo, da lo mismo que sean dos mujeres o un hombre y una mujer, la relación de fusión existe tanto en unos como en otros, aunque es verdad que la semejanza aparente del cuerpo puede propiciar un poco más, quizás, las relaciones de fusión, pero tampoco estoy muy segura de que la apariencia del cuerpo indique algo, creo que todo es más fluido y más fantasmagórico en la pasión. Por eso es que yo inicié Fantasías eróticas, mi libro de ensayo, con una pareja en un bar de ambiente en una noche de Navidad, en que ella estaba vestida absolutamente como una mujer vamp, hermosísima, y la otra mujer estaba vestida como un caballero romántico, de negro; los personajes estaban muy actuados. La pregunta es: ¿por qué una mujer quiere hacer el amor, no con un hombre real, sino con alguien que simula ser un hombre? Porque le gusta la simulación. Además, insisto, los datos del cuerpo del otro a veces tienen poco que ver con lo que una tiene en la cabeza. No hay una sincronía total entre una cosa y la otra. Menos mal, porque me parece horroroso tener una identidad monolítica. Pero creo que su pregunta es mucho más concreta. La homosexualidad ha estado tan reprimida y condenada que condenaba a la marginación a toda escritora que la asumiera públicamente. Durante muchísimos años, sólo Safo y Virginia Woolf eran citadas como escritoras homoeróticas, y las dos, además, se suicidaron. Asumir públicamente la homosexualidad es una forma de suicidio literario: la sociedad no va a premiar esta elección. Muchas veces he recibido elogios por mi presunta “valentía”, lo cual indica hasta qué punto sigue existiendo la represión. Conozco a muchas escritoras y editoras lesbianas que jamás lo dirían en público, por temor a las consecuencias. Sin embargo, creo que políticamente es necesario asumirlo, porque las generaciones jóvenes necesitan referentes, modelos, tienen que identificarse con alguien más que con Safo o con Virginia Woolf. A mí me molestan mucho las identificaciones, las padezco como un tormento, pero refuerzan, dan seguridad, estimulan. Sé perfectamente lo que me he jugado.
¿Se puede separar el erotismo de las emociones?
No, cuando se separa es pornografía. A veces miro alguna película pornográfica y me parece irreal, precisamente porque no hay una sola emoción. Eso sí que es pura fantasía. Creo que, si tuvieran argumento, emociones, sentimientos, no podríamos soportar su brutalidad. Hace poco vi una película psicológica, Secretary, sobre sadomasoquismo; es una comedia, sería completamente inaguantable como drama, por su tensión, su intensidad emocional. Está hecha de tal manera que mientras veo la comedia que se desarrolla, me imagino el drama verdadero que hay detrás. Muchas veces tenemos que tratar con humor las cosas más terribles de la vida, para poder relativizarlas y soportarlas.
En su cuento “La semana más maravillosa de nuestras vidas”, la narradora aseguraba que la atracción física es la parte más importante del amor.
Me parece una estupidez afirmar que lo físico, lo sensorial no es importante en el amor. Caramba, si lo característico de una relación es que se hace el amor, salvo que haya algún impedimento. La atracción física suele estar desvalorizada porque no es funcional para la formación de la familia; sin embargo, hasta las mejores familias empezaron, a veces, con una fuerte atracción carnal. ¿Por qué renunciar a los mensajes inconscientes que nos dan los olores, el tacto, el tono de voz, una caricia, una mirada? En uno de mis poemas anteriores, del libro Otra vez Eros, digo: “Mis vísceras aman / sin preguntarse qué es el amor.”
Y las mujeres, ¿pueden hacer el amor con alguien que no interesa como persona? Porque también se dice que, a diferencia de los hombres, en las mujeres priman los sentimientos, te tiene que gustar mucho alguien por su manera de ser, para que te atraiga físicamente.
Hacemos el amor con la fantasía que se tiene del otro. Yo no sé si se puede hacer el amor cuando se conoce bien al otro; en todo caso, habrá sexo, pero difícilmente erotismo. En Estrategias del deseo, hay un poema que ilustra bien lo que quiero decir. El poema empieza diciendo que nunca he amado las almas, ni sus mezquindades ni sus egolatrías, pero he amado, en cambio, los cuerpos con gran generosidad, porque me es mucho más fácil amar una mirada estrábica que la mezquindad, es más fácil amar un vientre hinchado que el egoísmo. Y digo que, aun sabiendo que no eran bellos esos cuerpos, mi amor los enalteció, pero que no puedo enaltecer la avaricia. Hay personas con las que me entiendo, hasta me gusta su manera de ser, y no por ello me excitan eróticamente. El sexo está en el inconsciente, por eso la razón no es el instrumento adecuado para dirigir nuestras elecciones eróticas. Cuando me atrae alguien, no me pregunto si le gusta la misma música que a mí; escucho música a solas o consigo seducir a quien me gusta eróticamente para que en la embriaguez erótica le guste esa música. Lo que pone en juego la pasión es el inconsciente, lo que uno proyecta. Para que una relación funcione tiene que haber una proyección mutua y lo que proyectas no necesariamente son cosas buenas. A mí me perseguía, desde chica, la película “El ángel azul”.
Una vez le pregunté a una mujer que me amaba cuál era la atracción, y me respondió: es un lazo oscuro y profundo. Me dio, sin saberlo, la definición del inconsciente. Oscuro y profundo, y ya está. Recordaré que se trata de un film alemán de 1930, dirigido por Josef von Sternberg, con una Marlene Dietrich joven y corpulenta, todavía sin los refinamientos de Hollywood, basado en la novela Professor Unrath de Heinrich Mann. La Dietrich representa a una artista de cabaret que seduce a un viejo profesor de inglés y literatura, y lo arrastra a la destrucción y a la muerte.
Así es. Yo vi esa película cuando era muy chica, no había tenido relaciones sexuales con nadie, por supuesto, pero me pareció fascinante el tema: un viejo profesor sabio pierde los papeles y queda totalmente seducido por una cabaretista ignorante, pero guapísima. Quedé tan impresionada que me planteé toda la problemática freudeana entre la cultura y el instinto, sin saber, siquiera, que existía Freud. Comprendí, súbitamente, y de una manera emocional -el cine era, entonces, un suministrador de emociones y sentimientos tan importante como la literatura- que la cultura puede ceder ante el instinto, y que el instinto triunfa sobre cualquier otra pulsión. Algo semejante al drama vital y mortal de Pasolini, que también estaba preocupado por este antagonismo, que el catolicismo planteó de manera dramática: el cuerpo y el espíritu. Hace poco, una directora de cine catalana me dijo lo mismo: que la perseguía El ángel azul. Me siento como el viejo profesor, me comentó. Yo le dije que a mí me pasaba algo semejante, temía convertirme en el viejo profesor. Tiempo después, la encontré en una fiesta. Pasó a mi lado y me dio la solución. Me dijo: Marlene Dietrich eres tú. Respiré aliviada. ¿Por qué me tengo que identificar con el viejo profesor? Puedo colocarme en el otro papel, en el sádico, no en el de víctima, y superar mi tendencia a identificarme con las víctimas, tendencia muy femenina, pese al mito de la “femme fatale”. En la historia real de los géneros (no en la literaria) hubo muchos más hombres fatales que mujeres. En una relación profunda lo que está en juego con el otro es el inconsciente; por eso es más fácil que se exprese a través del tacto, de los sentidos, de la intimidad que a través de la razón. Los lazos profundos de una relación son impronunciables, son el secreto de cada uno. Una vez le pregunté a una mujer que me amaba cuál era la atracción, y me respondió: es un lazo oscuro y profundo. Me dio, sin saberlo, la definición del inconsciente. Oscuro y profundo, y ya está. ¿Qué le iba a preguntar, si le gustaban las mismas películas que a mí? Si además nos gustan las mismas películas, mejor. Por eso las relaciones combinadas por el ordenador son un fracaso. En primer lugar, porque los ítems del ordenador son todos racionales, es el tipo de pareja que se formaba en el siglo XIX a partir de los intereses: título nobiliario por fortuna, ascenso social por juventud y belleza. Pero los seres humanos somos una especie más evolucionada que las ratas porque, a diferencia de ellas, sentimos y hacemos cosas distintas, evolucionamos porque no siempre todos hacemos lo mismo. Las especies donde todos los individuos hacen lo mismo, como las hormigas o las abejas, no evolucionan.
Es obvio que el deseo conduce a saltarse el límite, ya sea en las fantasías o en los hechos. ¿Hay una pulsión que clama, como la canción, devórame otra vez?
Si tuvo tanto éxito aquella canción, “Devórame otra vez”, que la ponían en todas las discotecas, es porque se trata de un deseo universal, pero destinado a no llevarse a la práctica. Cuando escribí mi libro de ensayo Fantasías eróticas partí de la definición ya clásica de Freud: las fantasías son deseos irrealizables, su ámbito no es la realidad, sino el sueño o el arte. Deseos prohibidos por el pacto social o por la ética personal. Hay ciertas cosas que se pueden ver y aceptar en una pintura, pero no en la realidad. Por ejemplo, la violencia de género. Yo he luchado y continúo luchando continuamente contra la violencia sexista; sin embargo, puedo verla en un cuadro o leerla en un relato, siempre y cuando no se trate de un panegírico. El arte no es moral o inmoral; sólo los actos admiten este juicio. Las flores del mal, de Baudelaire, fue un libro prohibido por la censura, pero los lectores lo convirtieron en un libro emblemático de una nueva sensibilidad y manera de sentir las morales. La literatura no es un acto, no es la realidad, es literatura. Puedo leer una historia de sadomasoquismo y entender los mecanismos psicológicos que la provocan, pero en la realidad, no acepto el sadomasoquismo, procuro vivir una relación y en una sociedad donde no exista. Supongo que hay cantidad de hombres que sueñan que tienen penes de tres metros e imagino que hay mujeres que sueñan o fantasean que tienen tres vaginas, pero esto queda en el terreno de la fantasía, son deseos que se expresan a través del lenguaje, de la pintura, de la literatura y del cine, pero el canibalismo, devórame, es una pulsión que, por supuesto, tiene límite: el pacto social. El límite nace del amor; yo jamás le haría daño voluntariamente a alguien a quien quiero. Uno cuida aquello que ama, precisamente porque lo ama.
(Esta entrevista es producto de dos charlas que mantuvo la periodista con la escritora. Una, celebrada en Sevilla en abril de 1998. La otra tuvo lugar en Barcelona en 2004.)
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