Artículo publicado en
EL MUNDO – ESPECIAL SANT JORDI
Abril 2018
“Los hombres las prefieren rubias”
«¿Por qué no te callas?» Muchos recordarán esta reconvención con que el entonces rey de España, Juan Carlos I, quiso silenciar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Pero la frase viene de lejos. Desde la Odisea, donde un prepotente Telémaco impone silencio a su madre, Penélope. Lo recuerda Mary Beard, la gran historiadora de Roma, en su reciente ensayo, La voz pública de las mujeres. Desde la antigua Grecia, las voces femeninas han sido acalladas, en público y en privado. Como le explica Humpty Dumpty a Alicia, las palabras significan lo que quiere el que manda; y mientras las mujeres carecimos de poder, la palabra pública (ese falo siempre enhiesto) correspondió a los hombres.
Escribir literatura, votar, conducir un coche, ir a la universidad fueron grandes logros que nos costaron muchísimas luchas y esfuerzos. Sin embargo, nosotras hemos sido siempre grandes lectoras. Cualquier librero sabe que, por cada hombre que entra a su tienda, hay cinco o seis mujeres más en proporción; y a eso se suma otra gran diferencia: mientras nosotras también leemos a los autores varones, ellos no suelen leer obras escritas por mujeres, gesto que evidencia cierto desprecio.
En mi generación, aquellas que queríamos ser escritoras, pese a la oposición familiar y social, leímos con avidez Mujercitas, de Louisa May Alcott, y nos identificamos con Jo, la única de las cuatro hermanas que, tras desafiar normas y costumbres, consigue finalmente publicar sus relatos en un periódico (algunas lamentamos que se casara, anhelando que su desafío a las convenciones fuera total). Es indudable que esa novela tuvo muchísimo éxito, tanto en su país de origen como en el extranjero, pero no conozco a ningún varón que la leyera; y lo mismo sucedió con Hombrecitos, libro posterior de la misma autora, leído por muchas de nosotras, pero por ninguno de ellos.
La literatura no es independiente de la realidad política y social, por eso fue producto del trabajo de muchísimas catedráticas, traductoras y lectoras que las obras escritas por mujeres hayan podido ser conocidas y difundidas dentro de ese núcleo cerrado de poder masculino, donde siempre eran ellos los que escribían, publicaban, se repartían entre sí los premios y, además, también ejercían el papel de críticos, rodeados por la admiración y el fervor de las lectoras. Porque la literatura es fálica, y hay que ver cómo ligaban los escritores en sus congresitos y pequeñas reuniones.
En lo que respecta al cambio de esa realidad, pueden señalarse dos pilares indiscutibles: los monumentales dos tomos de El segundo sexo, escritos por Simone de Beauvoir; y los dos ensayos de Virginia Woolf, titulados Tres guineas yUn cuarto propio. El libro de Beauvoir, despreciado por los colegas de Sartre, fue traducido en EEUU y pasó a constituir una suerte de Biblia feminista; mientras que los lúcidos ensayos y el resto de las obras de Virginia Woolf despertaron la admiración de Borges y de la gran Victoria Ocampo, que se carteó con ella, llegó a entrevistarla personalmente, y contribuyó a la divulgación de sus libros en la revista Sur, faro de experimentación y difusión en castellano, desde Buenos Aires, durante los oscuros años del franquismo. Tardíamente traducida en España por Lumen, Virginia Woolf tuvo también aquí una gran influencia ideológica, y su obra sigue siendo una cita obligada para el feminismo.
El precio que hemos pagado las mujeres para ser escritoras ha sido muy alto. Clarice Lispector tuvo que optar entre la escritura y su matrimonio, porque su marido, diplomático, temía que ella tuviera una visión y opinión pública propias. Sylvia Plath se suicidó, como tantas otras. Doris Lessing dejó a su esposo y a sus hijos para dedicarse a desarrollar esa completísima obra, que abarca todo el siglo XX, y recién recibir el Premio Nobel de Literatura a los 88 años: «A mi gato no le gustan los periodistas», dijo en esa ocasión. La lista de escritoras suicidas es muy larga, empezando por Safo y abarcando incluso a Alejandra Pizarnik, y revela esa suerte de dificultad específica aludida por mi tío, a la que ya me he referido muchas veces: «Las mujeres no escriben, y cuando escriben, se suicidan».
En la literatura de lengua castellana (sin duda la más importante del siglo XX, aunque casi exclusivamente escrita por hombres) la situación ha mejorado un poco. Hay agentes literarias (a veces más atentas a vender bien que a promocionar a sus escritoras mujeres), contamos con críticas de literatura (aunque rara vez se apartan del canon de Harold Bloom o del propio del medio para el que escriben), yciertas editoriales que eran casi sólo masculinas (como Anagrama) se están abriendo a nuevas autoras. Pero así como no alcanza con ser mujer para escribir bien, tampoco basta ser editora o crítica literaria para contribuir a cambiar esa visión del mundo que ha sido hegemónicamente varonil. Y como la ambición personal de fama, parcelas de poder o dinero no es privativa de los hombres, algunas escritoras han cedido a esas tentaciones para conservar un espacio propio dentro de esos ámbitos.
Acaso sólo cuando ser mujer y feminista esté de moda (como lo estuvo la Revolución cubana, durante la segunda mitad del siglo XX), los lectores las preferirán rubias, quiero decir, mujeres. El canon sigue siendo masculino, porque las estructuras lo son. Y no basta con haber nacido con sexo femenino para ser mujer, aunque ellos las prefieran rubias, pasajeras y fugaces. Se han ido abriendo nuevos huecos en los medios de comunicación, en la enseñanza, en la investigación científica, y en diversos espacios; pero si bien hay hombres que ya las prefieren morenas, sigo sin conocer ninguno que las prefiera escritoras.
Si en el celebrado día del libro y de la rosa, querida lectora o lector, usted encuentra una espina, seguramente pertenecerá a una mujer que ha decidido escribir. Su literatura difícilmente será complaciente, pero sin duda removerá su visión del mundo.
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