PRÓLOGO
CUENTOS REUNIDOS
La palabra 'cuento' viene del latín contar, que quiere decir
narrar. Contar es una de las capacidades más antiguas del hemisferio
cerebral izquierdo, el del lenguaje. Podemos pensar que el hombre
y la mujer contaron desde que tuvieron uso del lenguaje articulado;
contaron el paso de los bisontes por los desfiladeros; contaron la
secuencia de las estaciones, el transcurso del día a la noche,
las hazañas de los héroes, la historia de la tribu y
de la familia, contaron el pasado y el porvenir, qué plantas
podían comerse y cuáles eran venenosas, contaron sus
viajes y sus amores, sus sueños y sus miedos. Todo es susceptible
de ser contado, y el gran maestro Chejov, uno de los narradores más
sutiles e inteligentes de la literatura, decía que podía
escribir cada día un cuento diferente sobre cualquier objeto.
Otra gran escritora, Clarice Lispector, la mujer que modernizó
definitivamente la literatura brasileña con su finísima
percepción interior (algunos de cuyos libros he traducido al
castellano), escribió un cuento sutil y analítico sobre
un huevo.
Todo puede ser contado, si encontramos la forma de hacerlo. Y desde
muy temprano, los seres humanos, a diferencia de los animales, aprendimos
a contar. De ahí la frase hecha «Vivir para contarlo»,
con su variación, empleada por Gabriel García Márquez
en sus memorias: Vivir para contarla.
Como todas las niñas del mundo anterior a la televisión
y a Internet (que, a su manera, también narran), amaba los
cuentos, me identificaba con algunos personajes, especialmente con
los animales, sufría, lloraba y aprendía a vivir escuchando
y leyendo cuentos. No hay ninguna inocencia en los relatos infantiles.
Son tan crueles, tan terribles como los que escribimos los adultos:
hay envidia, soledad, dolor, deseos, anhelos, aunque, a diferencia
de la vida, siempre terminan bien, porque derrotan el mal.
Podemos decir que al principio, si alguna vez hubo un principio, fue
el relato. Todas las religiones, todas las cosmogonías comienzan
con un cuento mítico que funda la tradición, el pasado,
las estirpes, las relaciones entre los sexos y la cultura.
Fui una escritora precoz. Yo, que me soñaba una escritora total,
en todos los géneros, comencé publicando un libro de
relatos, Viviendo, en el año 1963, en la editorial Alfa, de
Montevideo. (Sobre mi ciudad natal escribí uno de los cuentos
que más estimo: «La ciudad de Luzbel», incluido
en este volumen. Espero haber atrapado algunos de sus rasgos singulares:
el tiempo detenido, la melancolía y el hecho de ser una ciudad
de emigrantes que llegaron alguna vez desde Europa, huyendo de la
guerra y de la miseria, arrastrando una nostalgia incurable, que dio
lugar a la poesía más melancólica de Hispanoamérica
y también a las letras de tango, escritas por poetas que amaban
los arrabales.)
Todavía hoy me parece un hecho misterioso, fruto del destino,
cómo una jovencita de menos de veinte años, rebelde,
transgresora, romántica y pobre consiguió publicar a
edad tan temprana un libro de relatos en la editorial más importante
de Montevideo, Alfa, fundada y dirigida por un exiliado valenciano
y anarquista, Benito Milla. Era la mejor editorial del país,
por su calidad literaria y por la elegancia de su impresión.
Yo estaba segura de mi vocación de escritora, pero como Jo,
la protagonista de Mujercitas, de Louisa May Alcott, me sorprendí
muchísimo cuando Benito Milla me ofreció editar mi primer
libro. Años después, cuando ya era una escritora muy
leída y muy premiada, contó, en una entrevista, que
me había observado, tarde tras tarde, ojeando la mesa de saldos
de su librería, donde compré algunos de los libros más
queridos, editados por Plaza y Janés en aquellas hermosas ediciones
de tapas duras y sobrecubiertas ilustradas a la acuarela: Nena querida,
de William Saroyan, o El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf.
Mi visita diaria a su librería le había llamado la atención,
y siendo un hombre melancólico y de pocas palabras (arrastraba
la tristeza del exilio, que luego tendría que repetir, cuando
huyó de la dictadura uruguaya), se acercó a mí
y me preguntó qué estudiaba. Le dije que Literatura
Comparada. Luego, me preguntó si escribía. Le dije que
sí. Y se ofreció a leer los cuentos inéditos
que yo guardaba en una carpeta, mecanografiados en una Remington que
fue mi amiga más fiel y me acompañó también
durante el exilio. Un año después publicó mi
primer libro de relatos, Viviendo, en la colección insignia
de la editorial: Carabela.
Entonces, en Uruguay, país de amantes de la literatura, no
había muchos lectores dispuestos a leer los cuentos, los poemas
o las novelas de los escritores nacionales.
Habíamos recibido una educación y una cultura completamente
afrancesadas, y los únicos libros que leíamos eran los
de escritores europeos o norteamericanos. Al fin y al cabo, tres de
los grandes poetas franceses: Lautréamont, Jules Laforgue y
Jules Supervielle, habían nacido en Montevideo. Felisberto
Hernández, uno de los mejores cuentistas de la literatura en
castellano, malvivía tocando el piano en los cines de barrio
y no tenía más de diez lectores, pero eso sí:
completamente convencidos de su talento. Le financiaban la edición
de sus libros, pero a veces el dinero no llegaba para la portada,
de ahí esa pequeña joya que se llama Libro sin tapas.
Juan Carlos Onetti había tenido un poco más de suerte,
pero porque se había ido a Buenos Aires, el gran centro editorial
en castellano que sustituyó a España durante el franquismo.
La publicación de mi primer libro de relatos, Viviendo, fue
una alegría que no pude compartir con nadie. Ya no vivía
con mi familia, que, por otra parte, consideraba que publicar un libro,
en lugar de casarme y tener hijos confirmaba que yo era una mujer
muy rara, una especie de mutante inclasificable, y los escasos amigos
o amigas que tenía (todos grandes lectores) despreciaban unánimemente
la literatura nacional; para escribir bien, había que haber
nacido en Europa (prejuicio que comparte hasta nuestros días
Harold Bloom). Yo no conocía a ningún escritor, y tampoco
tenía mucho interés: de los escritores, me importaba
sólo la obra. Empecé a sentirme culpable por haber publicado
un libro; tenía la sensación de haber cometido alguna
falta irreparable, como masturbarme en público o realizar un
streep tease en la plaza Independencia.
En todo caso, el hecho de haber publicado un libro a los veinte años
le complicaba un poco la vida a todo el mundo: a mis profesores, que
despreciaban la literatura nacional; a mis compañeros, que
lo consideraban aventurado y precoz, y a mi familia, que no sabía
cómo asumir que yo era, efectivamente, una escritora. Entonces,
trabajaba en un liceo, donde mi libro fue completamente ignorado,
actitud que compartió la crítica literaria de los periódicos
locales, con una valiosísima excepción: Mario Benedetti,
que le dedicó una página muy elogiosa en un diario de
gran tiraje.
Pocos años después, me presenté al mayor premio
literario de relatos que había en Montevideo, el de la editorial
Arca, que dirigía el inolvidable crítico Ángel
Rama. Los premios, en el país donde nací, eran absolutamente
limpios. El miembro de un jurado se sentía orgulloso de no
premiar a un amigo, o renunciaba a formar parte del tribunal si sabía
que se había presentado alguno. La prueba de ello es que yo,
una recién llegada al mundo literario, descendiente de una
familia de emigrantes y con una posición política muy
radical (comenzaba la trascendental década de los setenta),
gané el premio con mi libro Los museos abandonados. Al año
siguiente, gané el premio de novela de la excelente Biblioteca
de Marcha con la novela El libro de mis primos.
He seguido escribiendo relatos toda mi vida. He publicado ocho volúmenes,
de los cuales me siento muy satisfecha; la mayoría de esos
cuentos están incluidos en este libro, junto a algunos inéditos.
Es un género que amo, como lectora y escritora, al que regreso
siempre y al que seré fiel durante toda mi vida. Me gusta la
gramática del cuento, su estructura, su brevedad (he escrito
algunos relatos largos también) y el hecho de que hay que prescindir
de lo accesorio, de lo poco significativo. La mayoría de las
veces mis personajes, como los de Kafka, no tienen nombre, porque
sería un dato poco innecesario: el relato tiene una economía
tan implacable como la poesía.
El cuento es el género que más ha evolucionado en el
siglo XX, gracias a los autores de las dos literaturas más
importantes de ese siglo: la norteamericana y la hispanoamericana.
Ha tenido un extraordinario auge y gran cantidad de lectores en los
países sudamericanos, donde la novela es un género menor,
frente al relato y la poesía, exactamente al revés que
en España, donde todavía, con una visión decimonónica,
se considera que el relato es una especie de novela abreviada. Los
grandes escritores en castellano del siglo XX fueron excelentes cuentistas:
Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Juan Carlos
Arreola, Augusto Monterroso, Juan Carlos Onetti, Gabriel García
Márquez o Mario Vargas Llosa.
Pero además de estos autores, hay muchísimos escritores
de cuentos originales, llenos de ingenio, especialmente en la fórmula
del relato breve. Y una revista mexicana, El cuento, paradigmática,
que durante más de veinte años se dedicó a publicar
los relatos de los escritores de todo el mundo, además de las
colaboraciones espontáneas de los lectores.
Se cuenta para algo. El buen narrador oral (y es ampliamente conocida
mi condición de charlatana; a menudo, cuentos que he narrado
en una reunión y no he escrito vuelven a mí, como anécdotas
de otros) aplica, sin saberlo, el consejo de Edgar A. Poe, el gran
innovador del género: la unidad de efecto y la economía
rigurosa que debe tener un buen relato. Como la poesía, el
cuento moderno no admite disgresiones, es un mecanismo de relojería
donde cada palabra es imprescindible. No puede ni faltar ni sobrar.
A menudo me ocurre que convierto mis pesadillas en relatos. Es una
de las experiencias literarias más complejas y difíciles,
pero también de las más gratificantes. Es una forma
de exorcismo: en la pesadilla hay una serie de símbolos y una
moral, se trata de desvelarlos. Ya los escritores románticos
alemanes habían descubierto que los sueños son una clase
de escritura, la escritura del inconsciente.
En este libro hay un relato, 'Tsunami', que surgió de una pesadilla
repetitiva, pocos días antes del atroz maremoto que destruyó
ciudades enteras. He dejado de soñar con él, prueba
del exorcismo que provoca la escritura.
Otras veces una historia me persigue, pero no intento escribirla hasta
que no se me ocurre la primera frase. No conozco la angustia de la
página en blanco, de la que hablan muchos escritores y escritoras.
Cuando me siento a escribir, ya sé la primera frase, y si no
la sé, me dedico a otra cosa. Porque la primera frase de un
relato es decisiva: si consigue seducir al lector, si consigue atraparlo,
instalarlo, de plano, en el tiempo y en el espacio de la ficción
(aunque sea un tiempo sin tiempo y un espacio innominado) seguirá
leyendo. De lo contrario, dejará de leer.
Para esa unidad de efecto de la que habla Edgar A. Poe, tan importante
como la primera frase es la última. A veces, se trata de un
golpe definitivo, de un K. O. magistral. Pero, en otros casos, conviene
a la emoción que se desea causar un final ambiguo, abierto,
lleno de incertidumbre.
La editorial Lumen me ha dado la posibilidad, que agradezco muchísimo,
de publicar casi todos mis cuentos, pertenecientes a diferentes libros,
la mayoría agotados desde hace largo tiempo. He agregado otros,
inéditos. Desde 1963 hasta 2007, cuando se publica este volumen,
han transcurrido muchos años, y, sin embargo, los cuentos que
he escrito conservan toda su fuerza, a veces su extrañamiento,
su ironía, su humor, su poesía y su observación
psicológica. Lo único que lamento es no poder volver
a escribirlos: sé que he gozado haciéndolo y, a veces,
también he sufrido. Como me gustaría que hiciera el
lector: gozar y sufrir.
Dijo Jorge Luis Borges que todo encuentro casual es una cita previa.
Los cuentos me los encuentro casualmente, en apariencia, viviendo,
observando, soñando, escuchando, pero, como Borges, creo que
al escribirlos, cumplo con una cita previa. Como él, pienso
que están escritos en alguna parte y que mi tarea es descifrarlos,
quitarles el polvo y la paja, para que su moralidad aparezca como
en una parábola. Siempre se escribe para algo. Una de las frases
más hermosas y terribles de Jesús, en los Evangelios,
dice: «Hablo para que los que quieran entender, entiendan».
La suscribo. Escribo para que los que quieran entender, entiendan.
Los relatos son una especie sofisticada de parábolas, en el
sentido pedagógico y moral del término, aunque la forma
haya evolucionado muchísimo. Y son parábolas porque
los seres humanos, a diferencia de los animales (por los que siento
gran respeto y cariño) aprendemos a través de historias.
El goce de los niños y de las niñas cuando escuchan
un cuento (están concentrados, atentos, con la mirada brillante)
y su resistencia a aceptar cualquier modificación demuestran
que para ellos, como para cualquier lector, un relato es una experiencia
de conocimiento, contiene una clase de verdad, aunque la verdad, en
literatura, sea relativa y paradójica. Un cuento es una ficción
que esconde una verdad a veces difícil de asumir.
La historia de la humanidad y la ética personal se han formado
a través de grandes relatos, de la Ilíada a la Biblia,
de El Corán a Gilgamesh.
Primero se siente, luego se sabe. Éste es el principio con
el que escribo los relatos, para que, como en una galería de
espejos, el lector goce, sufra, se sonría, se reconozca o aprenda
a comprender lo diferente.
Un cuento es una pequeña incisión en el tiempo que permite
profundizar en una sensación, en una idea, en un sueño.
Renuncia a lo accesorio y, como un escalpelo, se hunde en las entrañas
de la emoción o del sentimiento.
Lo único que lamento es no poder volver a escribirlos, porque
ya los he escrito.
Pero estoy segura de que seguiré escribiendo relatos, porque
la vida me fascina, y en los cuentos, la vida vibra.
CRISTINA PERI ROSSI
Barcelona, 10 de septiembre de 2006.